Packo
Ochocientos ocho… ocupado. Ochocientos ocho… es como marcar un número en un teléfono de disco: lento, paulatino, sin prisas, mirando como en la mente empiezan a girar los recuerdos, en espiral, en un túnel que da vértigo por el silencio de los años. Ochocientos ocho y en la mente el sonido de una llamada que empuja el timbrar de un teléfono lejano, un silbido que parece repetirse en el latir acelerado del corazón, dos latidos y un timbrazo; una discusión a los 18 años con el primer amor de tu vida es capaz de ensordecerte, tanto como ese teléfono que suena y nadie atiende.
Ochocientos ocho, un sonido monótono, suena y el silencio te trae de nuevo al hoy: afuera llueve, la tierra mojada tiene aroma a nostalgia, a despedida; así olía cuando a los 11 años vi llegar la carroza fúnebre con el féretro de mi tío Emilio. Era gris, con las ventanillas polarizadas y el paso lento de un adiós que niega la resignación.
Siento el frío que se mete debajo de mi camisa y se pega en mi pecho. No puedo evitar pensar en las tardes que César y yo subíamos a la cabaña del Ajusco. Su cercanía me helaba las palabras y sólo esperaba sus brazos, sentado frente a la chimenea. La leña ardiendo huele a deseo, culpa y sudor. Atrás quedó el sabor del garambullo, sabor que no se olvida y que solo probé en mi niñez, cuando la inocencia estaba pegada a mis labios.
No había música, no sonaba aún “Please don’t go” en su versión remix, con su sonido a sudor en las manos cuando estaba por entrar a mi primer antro y no sabía con que me encontraría; no sonaba Luis Eduardo Aute con su voz sacudiendo nuestras ilusiones universitarias, nuestro ánimo revolucionario, ligado a su voz está el recuerdo de Claudia, la única mujer que he amado en mi vida.
“Revolución de escritorio” le llamábamos en la Universidad y salíamos al centro de Coyoacán a buscar un rezago de una izquierda en crisis. El café del Parnaso tiene el sabor a diálogos que se ahogaron en un sorbo, a discusiones que nos hicieron creer que eramos más que una generación X. El sonido de la fuente de Coyoacán me recuerda a Héctor y Gloria, con su eterno amor jurado desde la preparatoria, los recuerdo como si fuesen dos fantasmas que se aferran a la fuente de los coyotes, resistiéndose a morir en mi memoria.
Ochocientos ocho… sigue sonando, seguirá sonando una llamada que nunca tuvo respuesta… que sólo quedo en mi memoria.
Ochocientos ocho… ocupado. Ochocientos ocho… es como marcar un número en un teléfono de disco: lento, paulatino, sin prisas, mirando como en la mente empiezan a girar los recuerdos, en espiral, en un túnel que da vértigo por el silencio de los años. Ochocientos ocho y en la mente el sonido de una llamada que empuja el timbrar de un teléfono lejano, un silbido que parece repetirse en el latir acelerado del corazón, dos latidos y un timbrazo; una discusión a los 18 años con el primer amor de tu vida es capaz de ensordecerte, tanto como ese teléfono que suena y nadie atiende.
Ochocientos ocho, un sonido monótono, suena y el silencio te trae de nuevo al hoy: afuera llueve, la tierra mojada tiene aroma a nostalgia, a despedida; así olía cuando a los 11 años vi llegar la carroza fúnebre con el féretro de mi tío Emilio. Era gris, con las ventanillas polarizadas y el paso lento de un adiós que niega la resignación.
Siento el frío que se mete debajo de mi camisa y se pega en mi pecho. No puedo evitar pensar en las tardes que César y yo subíamos a la cabaña del Ajusco. Su cercanía me helaba las palabras y sólo esperaba sus brazos, sentado frente a la chimenea. La leña ardiendo huele a deseo, culpa y sudor. Atrás quedó el sabor del garambullo, sabor que no se olvida y que solo probé en mi niñez, cuando la inocencia estaba pegada a mis labios.
No había música, no sonaba aún “Please don’t go” en su versión remix, con su sonido a sudor en las manos cuando estaba por entrar a mi primer antro y no sabía con que me encontraría; no sonaba Luis Eduardo Aute con su voz sacudiendo nuestras ilusiones universitarias, nuestro ánimo revolucionario, ligado a su voz está el recuerdo de Claudia, la única mujer que he amado en mi vida.
“Revolución de escritorio” le llamábamos en la Universidad y salíamos al centro de Coyoacán a buscar un rezago de una izquierda en crisis. El café del Parnaso tiene el sabor a diálogos que se ahogaron en un sorbo, a discusiones que nos hicieron creer que eramos más que una generación X. El sonido de la fuente de Coyoacán me recuerda a Héctor y Gloria, con su eterno amor jurado desde la preparatoria, los recuerdo como si fuesen dos fantasmas que se aferran a la fuente de los coyotes, resistiéndose a morir en mi memoria.
Ochocientos ocho… sigue sonando, seguirá sonando una llamada que nunca tuvo respuesta… que sólo quedo en mi memoria.
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